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Esta historia surgió por sí misma, se desarrolló como ella quiso y se terminó cuan-do a ella le dio la gana. Yo no me siento particularmente responsable de lo que aquí se cuenta. Incluso he intentado cambiar alguna de sus partes, por ver si conseguía introducirle un poquito más de ingenio y profundidad al tema. Imposible, si probaba a cambiarle algo toda la trama se venía abajo, no admitía ninguna variación, una vez desarrollada no había manera de modificarla en ningún sentido, cualquier detalle aña-dido o restado destruía el conjunto.
No es una novela de altos vuelos, tampoco su protagonista lo es. Un pobre droga-dicto que se pasa la vida envuelto en una nube generada por estupefacientes varios y que, en sus momentos de lucidez, sólo piensa en conseguir nuevas sustancias con que sumirse en su embotamiento habitual. Con semejante personaje no se pueden elabo-rar especulaciones elevadas ni reflejar sublimes sentimientos. Hay que tomarlo como es o dejarlo sin más. Y sin más lo hubiera dejado, arrojando directamente al fuego el manuscrito, de no ser por unas pequeñas consideraciones. Primero, porque me pareció que tenía vida propia y no me atreví a destruirlo, una cosa es abortar un proyecto y otra muy distinta terminar con una criatura completa-mente formada, por más que no nos guste cómo ha salido. En segundo lugar, porque no quería ser injusto con las personas, dos que yo sepa, que han disfrutado con su lectura, a fin de cuentas su criterio bien puede valer más que el mío. Y, en último tér-mino, porque me había costado mucho esfuerzo y no era cosa de dar todo el trabajo por perdido. Desde luego no es ésta una obra recomendable para gentes de inteligencia suscep-tible, de esas que se ofenden profundamente con la necedad ajena, tal vez porque son incapaces de advertir la estupidez propia. También aconsejo abstenerse de seguir adelante a aquellos de moral timorata o prejuicios arraigados, ya que, al estar escrita en primera persona, tienden a imaginar que los hechos narrados forman parte de la biografía del autor y más que condenar el escrito condenan al hombre que lo perpetró. Como no quiero problemas con nadie, ruego a esa clase de gente que se mantenga alejada de este libro, el cual, hasta la fecha, no es de lectura obligatoria.
Al final de tantos apuros, aún había llegado antes de tiempo. Ocho horas de sueño es un descanso insuficiente para reponerse de una larga jornada de marcha nocturna, terminada con el sol bien alto, pasadas las once de la mañana. Mi cabeza permanecía todavía embotada por los estimulantes ingeridos y no había tenido la precaución de reservar una mínima porción de cocaína con la que despejarme el cerebro en la resaca. Conservaba una memoria confusa de los sucesos de la noche anterior, apenas sí recor-daba nada. Suponía que las cosas habrían discurrido más o menos como siempre, sin que ningún acontecimiento extraordinario hubiera hecho especial mella en mi mente; todo se habría desarrollado con la rutina habitual de una noche de copas, indigna de mayor recordación. Pero algo sí se me había quedado grabado: la conversación con Celestino y su marcada insistencia en hablar conmigo al día siguiente, cuando ambos estuviéramos sobrios, para tratar de un asunto a la vez urgente e interesante. Un asun-to, según sus palabras, del que podíamos sacar un buen dinero.
Aquella mención de una ganancia fácil y rápida me había impresionado lo suficiente como para hacerme superar mi crónica amnesia posterior a la masiva ingesta de al-cohol y otras sustancias euforizantes. También esa mágica palabra: dinero, había sido bastante reclamo como para obligarme a abandonar el lecho, ducharme someramen-te y atiborrarme con unas repetidas tazas de café muy cargado. Todo lo imprescindible para poder ponerme en pie y acudir, mal que bien, a la cita concertada.
Me había presentado temprano y el reloj no llegaba a marcar las nueve menos cuar-to. El local estaba a medio llenar, con tres tipos hablando junto a la columna, otros dos enfrascados con una máquina de videojuegos, un corro rodeando a unos jugadores de billar, y algún que otro cliente suelto en la barra, de los que apuran su consumición, observan un rato a la concurrencia y salen en seguida en busca de otro sitio con ma-yores alicientes. ¡Ni rastro de Celestino! Me dolían la cabeza y el estómago y decidí recetarme, como al burro, un jarabe de cerveza. Habíamos quedado de tarde, lo cual quiere decir antes de cenar. Un horario elástico que comprende un espacio de tiempo indefinido, entre las ocho y media y más allá de las once. Con todo, no calculaba tener que esperar mucho más de media hora.
Ya llevaba administradas cuatro dosis de medicamento espumoso y empezaba a no-tar una indudable mejoría. Las molestias estomacales habían desaparecido y sentía un progresivo relajamiento de las neuronas, que sustituían su anterior pesadez con una despreocupada ligereza, acompañada de un humor irónico que enlazaba con el pedo de la víspera. Al pronto me encontré tranquilo y casi hasta contento, con una euforia moderada muy agradable.
Seguí animándome a base de cerveza y entretenía la espera requebrando a la ca-marera. Una mocita que había florecido aquella misma primavera, pasando de niña a exuberante mujercita por el fácil expediente de cumplir dieciséis años. Es verdad que yo tenía edad como para ser su padre pero me daba pena desaprovechar el período de mayor belleza que esa chiquilla alcanzaría jamás en su vida por consideraciones de conveniencia social. Por lo demás me limitaba a un flirteo inocente, alabando la tersura de su piel, la consistencia de sus pechitos erectos y la redondez respingona de su culito. Un cortejo intranscendente, ejecutado con un acento jocoso, que era respon-dido por ella con risitas cómplices, de vanidad complacida, que no la comprometían a ulteriores concesiones. De todas maneras, yo seguía cultivando el huerto de su coque-tería; como quien arroja semilla al campo, un poco a voleo, confiando en que, en un momento dado, germine algún fruto que se pueda recoger.
Dedicaba diez minutos a vaciar cada jarra. Llevaba trasegadas seis y el Celes seguía sin aparecer. A este paso, cuando llegara, iba a encontrarme en el mismo estado etílico en que me había dejado el día de ayer. Culpa suya sería si tampoco hoy nos halláramos en condiciones de abordar temas serios.
Por fin asomó por la puerta en medio de la expectación general. Desde que Tino ejercía de camello se había convertido en un personaje muy popular. No había hecho más que entrar y ya le asediaban los consumidores, ávidos de adquirir el genero con el que traficaba. Me dirigió un saludo desde la distancia, invitándome a que esperase a que concluyera de despachar sus negocios antes de venir a reunirse conmigo. Yo me lo tomé con calma y con un cubalibre, por variar un poco de bebida.
Después de un continuo entrar y salir del servicio, de unas cuantas escapadas a la calle y de tratar con más de una docena de personas que iban abandonando el bar según ultimaban el trapicheo, disminuyendo ostensiblemente la clientela del garito, Celestino, rematado el trabajo del día, consideró llegado el momento de atenderme. -¿Qué tal la resaca? –preguntó.
-¿Qué resaca? A estas alturas, el malestar producido por los excesos nocturnos se había trocado en una incipiente borrachera, no muy intensa, porque aún peleaba contra los influjos de la bolinga precedente, pero placentera.
-Vamos arriba -propuso Celes tras encargar un zumo de naranja con mucho hielo. Tino tenía problemas de úlcera y era amigo de cuidarse, salvo cuando se olvidaba de todo y se aplicaba sin limites a la obtención de un buen globo. Pero esto sólo ocurría cuando quería pillar marcha, algo que no era su intención, al menos de momento.
Le seguí, escaleras arriba, hasta el reservado situado en la parte superior del esta-blecimiento, justamente encima de la barra. Un espacio bajo y estrecho, amueblado con banquetas y mesitas, pensando en un principio para acoger la intimidad de las parejas pero que resultaba ser un observatorio excelente, con vistas a la entrada y a la calle, desde el que se controlaba cualquier presencia sospechosa y en el que podíamos ponernos hasta el culo de drogas en la seguridad de no ser sorprendidos.
-¡No paras! -comenté.
-No es tanto como parece –respondió él desdeñosamente-, mil pelas por aquí, dos talegos por allá, hasta por cien duros me han entrado.
-Es que el hachís deja poco margen –corroboré-, si fuera coca. -¡Ni me la menciones! –rechazó contundente-. Antes de ponerme a mover perica prefiero currar, mira lo que te digo.
Celestino siempre había tenido clarísimo que no iba a trabajar en la vida y, al paso que llevaba, estaba en vías de conseguirlo. Desde la rutina de mi empleo, que me for-zaba a tremendos madrugones y me encadenaba siete horas y media seguidas a un trajín de papeles que no se acababa nunca, envidiaba francamente su manera de ver las cosas. Tanto más cuanto que el trabajo no me proporcionaba casi compensaciones, la tarea era aburrida y el sueldo apenas me alcanzaba para pagarme casa y comida, agarrar una pea los fines de semana e ir de putas una vez al mes.
Como era él quien me había citado le dejé tiempo hasta que se decidiera a entrar en materia. No parecía tener prisa, se liaba canuto tras canuto, indiferente a la impacien-cia que yo pudiera sentir. En su favor tengo que añadir que no encendía un porro sin invitarme a compartir unas caladas, como una muestra de amistad y, quizá, también por hacerme propaganda del producto que manejaba. A mí el costo, en ayunas, me pone un poco carioco. Pero ahora llevaba el cuerpo bien guarnecido de licor y podía asimilar, sin inconvenientes, una discreta cantidad de cáñamo. El alcohol evitaba que se me disparasen los efectos del cannabis y éste, a su vez, aportaba una perspectiva más sugerente a mi creciente estado de embriaguez.
-¿Esperamos a alguien? -pregunté al cabo, más que nada por decir algo.
En realidad estaba muy a gusto y no tenía prisa alguna, podía seguir allí sentado toda la tarde si era necesario. Mientras no me faltaran cubatas y mi compañero siguie-ra regalándome con su humo narcótico, aquél era un lugar tan bueno como cualquier otro y, en las actuales circunstancias, el mejor que se me ocurría.
-Quedé aquí con Simbad -explicó Celes.
-¿El marinero? Asintió con la cabeza.
-¿Está metido en el ajo? -Es cosa suya, realmente. Hubiera seguido indagando pero de pronto comenzó a llegar un tropel de gente que nos distrajo de nuestras confidencias. Componían un grupo variopinto que al mo-mento tomó posiciones a nuestro alrededor. Unos querían comprar, otros venían a pa-sar el rato en compañía y algunos simplemente se acercaban con la esperanza de que les cayera en la mano alguno de los incesantes petas que Tino ponía en circulación.
Como ya dije, Celestino atraía a todo tipo de personas, sin importar la edad o el sexo de las mismas. Para ser justo, debo añadir que esto se debía tanto a su condición de traficante como a su propia personalidad, simpática y extrovertida, que hacía que el personal encontrara agradable su compañía. Cierto que el hecho de estar siempre bien provisto de mandanga contribuía a incrementar su encanto.
El caso es que tuvimos que interrumpir el coloquio. Como tampoco podíamos entrar en detalles en ausencia del impulsor de la iniciativa, el llamado Simbad, me dispuse a dar tiempo al tiempo, limitándome a esperar que, más tarde o más temprano, surgiera la oportunidad de discutir a fondo la cuestión.
Para entonces Celes casi no me prestaba atención, absorbido como estaba en charlas intrascendentes sobre deportes, automóviles y las varias barbaridades y accidentes acaecidos en los últimos días en la comarca.
Yo soy mucho menos expansivo de lo que pueda serlo Tino y, además, conocía poco a la basca que nos rodeaba, a la mayoría sólo de vista. De manera que empecé a per-der interés por el ambiente, consagrando mi atención a las cada vez más numerosas copas que iba dejando vacías ante mí, consiguiendo una importante colección de vidrios que rellenaba las mesas cercanas y empezaba a poblar también el suelo que circundaba mis pies, produciéndome la impresión de estar a punto de batir algún tipo de record.
Sólo logró sacarme de mi abstracción la oferta de un coleguilla sentado a mi izquier-da. El chaval había venido hasta nosotros con la sana intención de sacarse un dinerito con la venta de ciertas especialidades farmacéuticas que únicamente pueden conse-guirse, de forma legal, con la correspondiente receta médica. Le compré un par de anfetas al susodicho individuo. Más que nada por recuperar sensaciones de primera juventud, cuando era un adolescente sin más preocupaciones que agenciarme alguna pastilla estimulante y pillar un colocón tras otro. En ese tiempo no tenía estas horribles caídas al día siguiente y podía empalmar hasta una semana seguida de cebollón sin resentirme mayormente por ello. ¡Increíble juventud! A partir de ahí, entre los cacharros, los chiris y las pepas, empecé a olvidar sobre la marcha todo aquello que iba haciendo. Sé que anduve, cuando menos, por tres o cua-tro trascas antes de dejar a Celestino con su bola. Seguí después alternando por dis-tintas tabernas y volví a encontrarme con Celes en una de las discotecas en que me metí. Hasta es posible que hubiera hablado con el tal Simbad en alguno de aquellos chiringuitos, y tal vez, incluso, llegara a explicarme en qué consistía aquel negociete que nos iba a reportar tanta pasta. No lo puedo asegurar y sin embargo, era para con-seguir aquella información para lo que me había forzado a salir a la calle en un día en el que, a decir verdad, no estaba yo para nada. Recuerdo que estuve visitando una barra americana y que terminé la noche fumán-dome un chino en el coche, aparcado en una plataforma sobre el río, disfrutando de una amplia vista del basurero municipal.
No me costó reconocerlo a pesar de su disfraz. Era uno de los habitualmente usados por mi patrón. Tras aquellas patillas espesas, aquel parche en el ojo y la gorra marinera que abrigaba su cabeza, se descubría la nariz aguileña y la despejada frente del mejor detective de todos tiempos. La presencia, a su lado, de su inseparable compañero, el doctor Watson, terminaba de caracterizar de manera indudable la impresionante per-sonalidad de Sherlock Holmes.
Tardé más tiempo en discernir qué tipo de relación me unía con aquellos célebres personajes. Por fin logré identificarme con el arrapiezo de cara tiznada que tendía una mano tímida para recoger el óbolo, una media corona, con el que el gran investigador premiaba mis desvelos. Por lo que podía recordar, había efectuado para él una labor de localización: “Búscame a una mujeruca, de aspecto avejentado, que vende naranjas a la entrada de la estación de Waterloo”, fueron sus indicaciones. Me había sido fácil desempeñar la misión. Por lo que podía entender, yo era una es-pecie de pilluelo, un granujilla criado en las calles, que conocía a la perfección todos y cada uno de los rincones de los bajos fondos londinenses, así como a la variada fauna humana que los poblaba.
Mientras guardaba la moneda me quedé embobado en la contemplación de la fa-mosa pareja.
Admiraba sus modales aristocráticos, la elegancia de sus expresiones, la circuns-pección de que hacían gala en cualquier circunstancia. Apreciaba la lealtad constante del doctor, su consagración absoluta a su amigo; esa aceptación, exenta de cualquier atisbo de servilismo, de la superioridad de su genio.
Por lo demás, mi trato con el doctor Watson era más bien incidental, motivado por el estrecho vínculo que le unía al gran hombre. Era para el señor Holmes para quien reservaba toda mi devoción. Sentía hacia él la adoración reverente que habían intenta-do inculcarme en el orfanato con respecto a Cristo. Disfrutaba de cada momento que podía estar a su lado, del privilegio de contemplar sus maneras distinguidas y la noble-za de su porte, de participar de aquella amabilidad que repartía indiscriminadamente con todos los que le rodeaban. Todas sus acciones y palabras aparecían revestidas de una delicadeza franca que estimulaba la autoestima de aquellos que, por una o otra razón, entablaban contacto con él.
Con el doctor mantenía una distancia respetuosa, un alejamiento prudente que él parecía encontrar suficientemente apropiado. Con Holmes, la propia conciencia de mi inferioridad me colocaba en mi sitio, una humilde esquina de la que sólo me atrevía a asomar con su explícita aquiescencia.
Habíamos llegado al apartamento de Baker Street y Holmes se despojó paulati-namente de su camuflaje, volviendo a mostrarse ante nosotros con su apariencia de costumbre. Se enfundó una bata de cuadros grises y encendió una pipa que empezó a fumar reposadamente.
Parecían haberse olvidado de mi presencia, que yo trataba de volver insignificante, sin atreverme a abandonar el umbral, a la espera tan sólo de una leve insinuación para salir corriendo de aquellas elegantes habitaciones, demasiado buenas como para que yo osara hollarlas con mis mugrientas alpargatas.
-¡Escoge usted unos ayudantes muy pintorescos, Holmes! -manifestó Watson con una mirada reprobadora a mi indumentaria. -No sabe lo útiles que pueden resultar estos rapazuelos -contestó Holmes señalán-dome con la boquilla de su pipa-. Se meten por todas partes y escuchan cada rumor que recorre la city. ¡Son los mejores sabuesos con los que un detective puede contar! Soltó una bocanada de humo y me dedicó una sonrisa de aprobación.
-Éste, en particular –continuó-, es un muchacho especialmente despierto, con la vista aguda y el oído siempre atento.
-En todo caso –objetó Watson-, un poco de limpieza no mermaría, seguramente, esa capacidad que usted le atribuye.
-Hay que reconocer que su higiene deja bastante que desear –convino Holmes-, pero bien podemos perdonarle un poco de suciedad en atención al excelente servicio que acaba de prestarnos.
Yo estaba cada vez más cohibido y no podía evitar rozar una alpargata contra la otra, intentando evitar que mis dos pies se posaran al mismo tiempo sobre la mullida alfom-bra. Trataba, por todos los medios, de ocupar el mínimo espacio posible.
-Bueno, Tom –dijo Holmes-, supongo que no tendrás nada que oponer a una taza de té caliente. Siéntate junto a la chimenea y yo encargaré, ahora mismo, que te suban una merienda completa, con bollos incluidos.
La humedad de Londres es proverbial y la posibilidad de calentarse ante un buen fuego no es algo que esté siempre al alcance de quien tiene que vivir a la intemperie. Además, aquella chisporroteante chimenea proporcionaba una temperatura uniforme a la estancia, envolviendo toda mi osamenta con un agradable calorcito que no podía alcanzarse alrededor de una fogata callejera; ante la que se alternaban un ardor exce-sivo en la cara, el pecho y las manos con la gelidez ambiental que laceraba mi espalda, o viceversa, según volviera una u otra parte en dirección a la lumbre.
Mientras mis anfitriones permanecían enfrascados en discutir los pormenores del caso que les ocupaba, olvidados de mi existencia, yo daba buena cuenta de la provi-sión de dulces que me había servido una mujer mayor con aspecto de ama de llaves. Al colocar frente a mí el almuerzo no pude evitar sorprender en su mirada una cierta suspicacia, atenuada por un destello de compasión. Otra vez volví a sentirme incómo-do, pero la señora desapareció tal y como había llegado, sin emitir ningún comentario, y pude seguir engullendo pasteles atropelladamente, empezando uno cuando toda-vía no había terminado de tragar el anterior. No todos los días se ofrece la ocasión de atracarse de comida y conviene aprovechar la oportunidad cuando se presenta, ¡ya llegarán los tiempos de escasez! Con respecto al té me mostraba mucho más circunspecto. Temía romper la delica-da pieza de porcelana que lo contenía y sorbía la reconfortante infusión a pequeños tragos, asiendo la taza con ambas manos. Pese a todas mis precauciones, me fue im-posible impedir que se derramara un poco de líquido sobre la mesita de fina madera, adornada con incrustaciones de marfil, donde reposaba el servicio de té y la bandeja con las pastas. Rápidamente intenté disimular mi torpeza frotando la manga de mi chaqueta sobre el diminuto charco, sin conseguir otro efecto que el de extender la mancha y aumentar mi azaramiento. Por suerte nadie se percató del tropiezo y pude acabar mi colación sin más percances, aunque teniendo la precaución de apoyar un codo sobre la sombra marrón que delataba mi falta de habilidad para desenvolverme en ambientes refinados. Finalizado el refrigerio, permanecí durante un largo espacio de tiempo absorto en la contemplación de las llamas. La clara voz del señor Holmes vino a sacarme de mi ensimismamiento.
-Acércate, Tom.
Poniéndome una mano en el hombro, el investigador procedió a someterme a un amable interrogatorio.
-¿De modo que encontraste a la mujer? -Sí, señor -respondí-, estaba en su puesto de frutas de la estación de Waterloo, tal como usted dijo.
-¿Y conseguiste averiguar su nombre? -Mary Pierce, también llamada La Granadera, por el mostacho que luce bajo su nariz. Sé también donde vive, la seguí cuando recogió la cesta con la mercancía y no la perdí de vista hasta que se metió en una de las construcciones baratas del Soho.
-¿Reconocerías el edificio si volvieras a verlo? -Desde luego, marqué la pared con tiza para evitar confundirme.
-¡Bravo, eres un chico muy espabilado! Habrá otra media corona para ti si nos guías hasta el lugar.
Yo hubiera hecho cualquier cosa que me pidiera sólo por el gusto de complacerle, pero le agradecía aquellas propinas como un reconocimiento al valor de mis esfuer-zos.
-Y bien, doctor, ¿qué piensa ahora de mis estrambóticos agentes? -Opino –repuso el aludido obviando el tema de mi supuesta eficiencia- que, si tene-mos que internarnos en el Soho, no estaría de más ir provistos de sendos revólveres.
-¡Elemental, querido Watson! Me encantaba el tono con el que pronunciaba aquellas palabras.
Dejamos el confortable apartamento y nos internamos en la densa niebla que en-volvía la noche. Abría yo la marcha, malamente resguardado de las inclemencias meteorológicas por un viejo abrigo que me quedaba grande, obsequio de unas damas de caridad. Me seguían de cerca Sherlock Holmes y el doctor, los dos empuñando recios bastones y bien pertrechados de pellizas y bufandas. El señor Holmes portaba su famosa gorra de caza, que componía, por sí sola, todo su uniforme detectivesco.
Llegados al Soho, dirigía a mis acompañantes a través del complejo laberinto de callejuelas que conforman las apretadas casuchas donde se amontonan los elementos más sórdidos de la vida ciudadana.
-Advierta, Watson –indicó Holmes-, la ausencia absoluta de señales de referencia. Estaríamos enteramente perdidos de no ser por Tom. -Reconozco la necesidad de contar con la ayuda de un explorador –el doctor paseó una mirada aprensiva por el entorno antes de completar su observación-. Parece un zoco africano embutido en el corazón de una urbe civilizada.
Espoleado por sus elogios los conduje con presteza por entre los callejones hasta una casa marcada con una cruz, la contraseña que denunciaba el paradero de Mary Pierce.
A Holmes no le costó más de unos pocos peniques averiguar el piso que ocupaba La Granadera. El borracho tumbado en el portal habría proporcionado cualquier informa-ción que le solicitaran por el precio de una pinta de cerveza. Ambos emprendieron un rápido ascenso por la estrecha escalera. Como no había recibido instrucciones en contra, me decidí a subir tras ellos, curioso de ver en qué pa-raba aquella aventura. Tampoco olvidaba la otra media corona prometida.
Al llegar a lo alto del inmueble moderaron la cadencia de sus pasos, deteniéndose en silencio en el último descansillo. Holmes aplicó la oreja a la puerta del desván.
-La vieja está en casa.
-¿Llamamos? -preguntó el doctor.
-¡No es cosa de andarse con contemplaciones con semejante gentuza! -respondió Holmes al tiempo que hacía saltar la cerradura de una vigorosa patada.
La impetuosa acción del detective dejó al descubierto un miserable tabuco de muros desconchados, iluminado únicamente por una pequeña claraboya con los cristales re-mendados a base de papel de periódico, precariamente pegado sobre las grietas que se abrían en los vidrios.
Bajo el ventanuco, acurrucada en un banquito junto a un brasero de carbón, una mu-jer gruesa, de pelo blanco y lacio, contemplaba aterrada la imprevista invasión de su domicilio. A su lado reposaba el cesto de naranjas y de su mano resbalaban pequeñas monedas que seguramente estaba contando en el momento de la brusca interrup-ción. -La señora Pierce, supongo –aventuró Holmes con sorna-, ¿o debo llamarla Granadera? La interpelada no abrió la boca, con los ojos desencajados y un temblor que era incapaz de controlar en su barbilla poblada de lunares peludos, se limitaba a observar fijamente el rostro de su visitante, que parecía inspirarle un pánico paralizador.
-Veo que me reconoce. Seguramente Barry le ha hablado de mí más de una vez. -¡No veo a ese mal nacido desde hace años! -protestó La Granadera-. ¡Es un ingrato que nunca se acuerda de su madre! -Vaya, así que no sabe nada de sus andanzas. ¿No es usted quien le encubre?, ¿la que coopera con ese desalmado en la ejecución de sus fechorías? –el bastón del investi-gador rondaba peligrosamente el mentón de la anciana-, claro, usted es una persona honrada, alejada de cualquier asunto turbio.
El báculo hizo un giro apuntando hacia la canasta. -Estimado doctor, ¿le importaría examinar estas naranjas? La propietaria aferró instintivamente el capazo, abrazándolo convulsivamente. Pero un bastonazo propinado con fuerza sobre sus brazos le hizo soltar la presa de inme-diato.
Watson volcó el contenido sin miramientos, de una patada. Por entre la fruta que ro-daba por el polvoriento suelo emergieron unas botellas llenas de un líquido parduzco. El doctor abrió una de ellas y la acercó a su nariz.
-¡Matarratas! -sentenció.
-Así que destilando licor ilegal –acusó Holmes a la figura agazapada, a la que man-tenía a raya apoyando entre sus pechos la punta del cayado-. Siga mirando, Watson, puede que haya más sorpresas. -Aquí tenemos algo bastante sospechoso –anunció el doctor blandiendo en su mano un paquete envuelto en papel de estraza.
Abrió después un cortaplumas y procedió a hacerle una incisión, del envoltorio bro-tó un polvillo marrón del que el médico tomo una muestra en sus dedos. Lo probó con la punta de la lengua y emitió su dictamen.
-¡Heroína! -Lo tiene muy mal, lady. No satisfecha con dedicarse a elaborar un alcohol infecto que puede dejar ciego a quien lo tome también comercia usted con drogas peligrosas sin disponer de licencia del Colegio de Farmacéuticos. Veo mal su futuro, muy mal.
Holmes, entre amenazas verbales y la presión física de su bastón, mantenía acorrala-da a la viejuca contra un ángulo del cuarto.
-Si no colabora con nosotros, no tendré mas remedio que entregarla a la policía.
-¿Qué quieren de mí? -El escondrijo de su hijo, ¿dónde está Barry, señora Pierce? -¡Jamás se lo diré! -gritó La Granadera tratando de incorporarse y escapar. Una zancadilla del doctor la arrojó al piso, donde quedó inmovilizada, aplastada por las botas de los dos investigadores.
-¿Le apretamos las clavijas, Watson? -¡Duro con ella, Holmes! Entrambos, al unísono, levantaron sus bastones y se dedicaron a descargar golpes sobre el tendido cuerpo femenino.
En cuanto a mí, había asistido estupefacto a toda la escena. Sorprendido en un principio por la inesperada rudeza con que mi idolatrado héroe había abordado a la presunta delincuente, sin guardar ninguna de las consideraciones que, se supone, un caballero debería de extremar, teniendo en cuenta la edad y el sexo de la persona objeto de sus preguntas.
Tampoco reconocía las templadas maneras de mi ídolo en aquel acoso implacable al que sometía a una humilde contrabandista cuyo mayor delito era intentar proteger a su hijo.
Por último, la brutal ferocidad de que estaban dando muestras unos hombres a los que tanto admiraba, cebándose cruelmente en una anciana indefensa a quien molían a palos sin hacer caso de los alaridos con los que manifestaba su dolor, me hacía im-posible identificarles con aquellas dos bestias de semblantes desfigurados: Holmes, pálido y desencajado, con una leve baba espumeante brotando de la comisura de sus labios, que se contraían en un rictus de sadismo, y Watson, con el rostro encendido y los ojos inyectados en sangre, exhalando un jadeo ansioso por su boca entreabierta, como el de un animal que se desfoga.
El horror a sus personas había venido a sustituir a la reverente estimación con que antes los consideraba. Por el contrario, me iba solidarizando cada vez más con la per-sonalidad de su víctima, una mujer que, tras su aspecto de bruja, ocultaba un exacer-bado instinto maternal que le hacía exponerse a los peores tratos para evitar traicionar a su hijo. ¡Una mujer como la que podía haber sido mi madre! En todo este tiempo yo había permanecido atónito incapaz de dar crédito a lo que veía, petrificado de miedo.
Los torturadores se tomaron un descanso para recuperar el aliento. Durante esa pau-sa levantaron un momento las cabezas, desviando su atención del amasijo de carne vociferante que tenían a sus pies y fijaron sus ojos brillantes en mí.
-Tú no deberías estar viendo esto. -Tranquilo, Holmes, Tom es un buen muchacho. Hasta un guapo chico, me atrevería a apostar, debajo de esa mugre que le cubre. Solté un chillido y salí de allí empavorecido. Bajaba los peldaños de seis en seis, utili-zando la barandilla como punto de sujeción.
Desde arriba de la escalera me llegaban sus voces.
-¡Se ha escapado el maldito! -No irá lejos.
Holmes extrajo un chiflo del bolsillo y lo sopló con energía. Aún no había puesto un pie en la calle y ya podía escuchar las respuestas de los silbatos de todos los policías que patrullaban por las inmediaciones, esparciendo una orden general de búsqueda y captura de mi persona.
Las alarmas me rodeaban como un cerco y la única posibilidad de escape era inter-narme, a toda prisa, en las sombras que proyectaban los edificios, corriendo directo hacia una niebla que se levantaba a corta distancia.
Y perdí entre la niebla la escuálida figura de aquel chiquillo que huía despavorido. Pero el sonido estridente de los silbidos seguía persiguiéndome. Los pitidos se trans-formaron en timbrazos y en mi cabeza comenzaron a acumularse hipótesis sobre el origen de los mismos. Estaba de vacaciones, no podía sonar el despertador. Tampoco tengo teléfono en casa, tenía que ser la puerta.
Peor que bien me incorporé de la cama. Fui de rebote, en rebote contra las paredes y me arrastré hasta el interfono. Se me cayó tres veces de la mano el telefonillo antes de conseguir atender la llamada.
-¿Gus? -Sí.
-Dentro de media hora en el Tres Vías.
-¿Qué hora es? -Pasan de las dos.
-¿De la tarde? -¡Mierda! –gruñó la voz-, ¡estate allí sin falta! Corté la comunicación e intenté considerar los hechos. El hecho era que no lograba adivinar a qué podía haberme comprometido la noche anterior. Al fin, ni siquiera sabía cómo había vuelto a casa; no en demasiado mal estado, como me mostraba el pijama que llevaba puesto.
No tuve tiempo para más reflexiones. Las tripas se me derretían y tenía que correr al váter. ¡Me estaba cagando, literalmente, por la pata abajo! Antolín describía la escena con tonos apocalípticos: -¡La inquisición en pleno funcionamiento! Cosa de duendes; ahora estaban aquí y al minuto siguiente habían desaparecido, devorados por el furgón policial. Sin más expli-caciones, en el tiempo que dura un relámpago.
Para mí las cosas habían transcurrido con mayor lentitud. También yo había sentido una especie de vértigo cuando me cercaron aquellos tipos fornidos, surgidos de re-pente de la nada, pero aún fui capaz de vislumbrar alguna secuencia de la película. En primer lugar me pidieron la documentación. Yo estaba asustado pero no sorpren-dido, hacía tiempo que esperaba algo así.
-Nombre y apellidos -me exigió el hombre a quien había entregado mis papeles, como si no tuviera esos datos delante de sus narices.
-Gustavo Mal Augurio.
Un brusco puñetazo en la espalda me quitó las ganas de bromear.
-Gustavo Malo Rubio.
De ahí a la prevención.
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Nos manteníamos informados a través de la prensa y la televisión. Sindo y yo nos cruzábamos por los bares del pueblo y continuábamos con nuestras ocupaciones usuales. También Fernando pululaba por los mismos lugares, pero se mantenía a dis-tancia. Sólo Vitorino optó por volverse a Portugal, pese a que corría el riesgo de que le reclamaran para el servicio de armas. Los demás no teníamos refugio al que acoger-nos y preferimos quedarnos tranquilos, como si no hubiera pasado nada, a la espera de acontecimientos.
A Simbad ya habían empezado a acontecerle cosas desde aquellos momentos de duda, cuando no terminó de decidir si intentar la fuga en coche o salir corriendo tras nosotros por el medio del bosque. Fue al único a quien pillaron, el resto pudo escabu-llirse entre los árboles y volver, cada uno por su lado, de regreso a Pereiro.
Ahora nos lo mostraban expuesto en la picota. Su foto ocupaba media plana en el periódico. Se distinguían perfectamente el ojo a la funerala y el carrillo hinchado a golpes, pero ningún reportero se había preocupado de explicarnos a qué eran debidas esas lesiones. El artículo respiraba aires de cruzada victoriosa y no les parecía oportuno molestar a los héroes del día indagando sobre detalles embarazosos.
Simbad había sido pescador de altura allá en Bonxe, en estos momentos era él el atrapado y sus captores lo exhibían como un pez cogido en la red. Le rodeaban por todas partes. Estaba puesto en el centro de una barrera de gendarmes y, enfrente, a diez pasos de distancia, se alineaban los fotógrafos, confundidos con algunos jerar-cas policiales que intercambiaban impresiones sobre el desarrollo de la operación. Se mezclaban de todo tipo de uniformes. Parecía haber una representación de todos los cuerpos de seguridad: guardias civiles, indistintamente tocados con quepis o tricor-nios; policías locales disfrazados de ninjas, agentes de aduanas de aspecto desorienta-do, y funcionarios del Cuerpo Superior de Policía vestidos de personas, que se daban importancia y pretendían imponer una coordinación entre las distintas fuerzas pre-sentes, interponiéndose en la cadena de sus mandos naturales.
De un helicóptero se apeó un hombrecillo, con edad como para estar jubilado, que reunió en torno a sí a la plana mayor de la oficialidad, de capitán para arriba. En pocas palabras les puso al corriente de la importancia de la captura, que iba más allá de la cantidad decomisada. -Supone buena publicidad, ahora hay que aprovechar el interés despertado y seguir anotándose éxitos. ¡Es una lucha que nunca acaba pero debemos terminarla de alguna manera! Sin concretar más instrucciones, el fiscal jefe abandonó el escenario de los hechos y se fue como había venido, volando. Sus lugartenientes habían captado el mensaje, ¡energía y rapidez! A trescientos kilómetros de allí, Gumersindo y yo nos consideramos perdidos. Simbad tal vez no dijera nada determinante con respecto a sus jefes, de los que puede que has-ta ignorara su identidad; pero a nosotros nos conocía por nuestros nombres y sabía también dónde vivíamos, no tardarían en salir en nuestra busca. Mientras llegaban, bien podíamos distraer el tiempo con una partida de billar.
Tres años de cadena pedía la acusación. Aquello me afectaba en más de un sentido. Mi viejo me había comunicado, al abonar el importe de la fianza, que haría suya la sentencia del tribunal. Eso sonaba como una amenaza de destierro. Bueno, yo como el Cid, ¡siempre adelante! Por utilizar la jerga que se gastaban en los palacios de justicia la causa estaba vicia-da desde un principio. Todos los tejemanejes se desarrollaban fuera del estrado y, al fin, quien decidía el resultado del proceso era el fiscal especial don Augusto Revuelo Manso, un individuo provisto de amplios poderes que se tomaba cada caso como una cuestión personal. El eminente defensor de la ley quería examinarme en persona.
Ya había pasado antes por la revisión de todo un batallón de guripas. Los había visto de todos los colores y recorrido el escalafón completo de graduaciones.
Mi abogado me había aleccionado sobre cómo debía comportarme, aconsejándome que colaborara sin reservas con la autoridad. Pero no confiaba demasiado en él, usaba el mismo lenguaje que la parte contraria y se parecía excesivamente a los demás servi-dores del estado. No podía creer, pese a sus bienintencionadas declaraciones, que en verdad estuviera de mi lado.
Finalmente me llevaron a presencia del señor Revuelo. El hombre me contempló como si yo fuera un virus y él el médico encargado de neutralizarme. Hizo que me soltaran las esposas y me invitó a sentarme frente a él, al otro lado de su enorme mesa de despacho.
-Te voy a plantear un ejercicio muy sencillo: los puntos son atenuantes; cuanta más puntuación, más rebaja de condena.
¡Hasta podía salir en libertad si superaba la prueba! Bien mirado, el tal Revuelo tenía aspecto de teniente coronel de sanidad sacado del retiro, con ascenso de grado y categoría; un vejete asmático de procederes imprevisi-bles.
Sin más preámbulos, me alargó una libreta donde había escrito un cuestionario con tres preguntas.
-Hay una casilla para el sí y otra para el no, tacha el espacio que corresponda.
1.- El arrepentimiento es un atenuante, vale un punto. ¿Deseas acogerte a este be-neficio? Marqué el arrepentimiento.
2.- Para demostrar que eres sincero debes descubrir a tus cómplices. La delación está premiada con dos puntos y sin ella se pierde el tanto ganado con el primer apartado. ¿Estás dispuesto a confesar? La posibilidad de una absolución me impulsó a contestar afirmativamente a la pre-gunta.
3.- La drogadicción se considera un estado de necesidad. ¿Eres drogadicto? A todo respondía que sí, y ya tenía curiosidad de ver cómo acababa el juego. El test empezó a complicarse. Tras las cuestiones principales seguían cuatro plie-gos repletos de subapartados que buscaban concretar y ampliar la naturaleza de las respuestas. Se me hacía todo muy pesado y concluí por rellenar el casillero de cruces repartidas un poco al azar, poniendo sólo cuidado de no mencionar nombres concre-tos y evitando comprometer con mis respuestas a algún conocido. Todo aquello me estaba costando un considerable esfuerzo imaginativo, de modo que respiré aliviado cuando el superfuncionario me reclamó el cuaderno, dando por terminado el tiempo de la prueba.
Efectuó un examen somero de las hojas y me dirigió una mirada desconfiada.
-Me parece que eres un pillo redomado. Tendrás noticias mías en breve.
-¿No puedes adelantarme el resultado? -sugerí con pocas esperanzas.
-¡A su tiempo lo sabrás! – bramó iracundo, ofendido por el tuteo-. Pero puedo preve-nirte de antemano de que mi nota mínima para aprobar es el cinco.
A última hora me suspendieron hasta en la drogadicción. Me llenaron de agravantes y no pararon hasta recomendar la encarcelación más prolongada posible dentro de los límites del derecho penal.
Fue ver a la policía y entrarme ganas de cometer un crimen. El que tuviera más a mano, atropellar a un peatón por ejemplo. Decidí dominar la tentación y concentrar-me en otro tipo de delito más lucrativo.
El único arma de que disponía era el coche, por suerte éste era robado. Me puse a circular despacio, dando vueltas a la manzana, a la espera de una oportunidad.
Bajaba una por la acera opuesta. Con la mirada ausente y el bolso colgando suelto de un hombro.
Invadí bruscamente el carril contrario y la aligeré del peso de sus cosas. Ya tenía me-tida la quinta para cuando ella reaccionó. Realicé una maniobra casi perfecta, sólo tuve problemas con un par de bugas que se me cruzaron. Los esquivé con dos volantazos y desaparecí zumbando de su vista.
Mientras me alejaba a toda velocidad palpaba el bulto que me había agenciado. Pronto conseguí localizar la cartera. Sin soltar el volante registré el contenido. Para mi alegría topé, en una primera inspección, con un grueso fajo de billetes, también había documentación personal y diversas tarjetas de crédito. Guardé el material negociable y arrojé el resto por la ventanilla.
Después busqué un sitio discreto para aparcar el tequi, un hueco cualquiera donde no llamase mucho la atención, al menos que no provocase un atasco. Me entretuve un minuto en el interior del vehículo para efectuar un recuento: ¡Trescientas mil pesetas, justo treinta papeles azules, refulgentes como treinta monedas de plata! Con el bolsillo reconfortado recordé que tenía que acudir a una cita. No quedaba muy lejos y me incliné por hacer el camino andando. Siempre llegaría a tiempo. ¡Por supuesto que me estaba esperando! Tanto recado y tanta llamada total para pedirme un préstamo. Le ofrecí las vueltas que había depositado el camarero en una bandejita y se apoderó de ellas en un santiamén, como un niño que se traga un caramelo. Me hizo muchas promesas y por fin se despidió hasta más ver. Nueve mil y pico pesetas se había llevado, era difícil que las recuperara algún día pero las daba por bien empleadas si así conseguía perderlo de vista durante una temporada, al menos hasta que hubiera dado buena cuenta del botín adquirido. ¡No le consideraba la mejor compañía para dilapidar un tesoro! Dudaba de la conveniencia de utilizar otro papiro de diez mil en la misma cafetería, podía resultar sospechoso. Era mejor cambiar de terraza.
No me había alejado ni veinte pasos cuando escuché sus voces destempladas. Discutía a gritos con dos urbanos al otro extremo del paseo. La distancia no me permi- tía estar seguro, pero aquella señora que acompañaba a los guardias tenía parecidas trazas a la piba a la que acababa de dar el tirón.
De eso mismo acusaban a Fernando. Para cuando yo me fijé en el follón, los polis habían aflojado la presión y la mujer contemplaba a Nando con una expresión cada vez más insegura. Fer blandía en alto el dinero que me había sacado, como una prueba irrefutable de su inocencia. ¡Quien no tiene necesidad, no roba! Después de un rato medio los convenció y terminaron por soltarle. Doblé la esquina justo a tiempo de impedir que se le pasara por la cabeza la idea de saludarme o, peor aún, de venir a contarme la historieta de la que acababa de ser testigo.
Dejé a Fernando con su aturdimiento y me encaminé hacia el centro de la ciudad. Pensé en la movida por la que acababa de pasar Nando y barrunté que aquella guita traía suerte consigo, una suerte que yo pensaba repartir entre una serie escogida de afortunados. El primer boleto iba a ser para un peluquero. Tres cuartos de hora senta-do planeando dónde, cómo y cuándo iba a consumir mis ganancias. Agoté el crédito en compras. Ropa nueva: una cazadora de cuero, unos Levis etiqueta roja y una camiseta que costaba más de quince talegos. Adquirí, asimismo, unas botas camperas y unas gafas de sol, de marca, como complemento. Renové de paso mis prendas interiores, media docena de calcetines y calzoncillos y un paquete de pañue-los de hilo.
Me pasé la tarde entera gastando sin pagar nada en efectivo, todo a cargo de las tarjetas. Cuando una de ellas superaba el límite de fondos, la arrojaba hecha pedazos a la basura, sin más contemplaciones, y seguía con la siguiente hasta que ésta, a su vez, se agotaba.
Una se la coloqué a un pavo a cambio de lo que él llamaba cosco: un taco de costo y unos gramos de coca.
Para el anochecer sólo me sobrevivía una visa oro. Aproveché que seguía operativa para darme el gusto de alquilar una lujosa habitación en un hotel elegante. Después de hacer que me subieran la cena, me dispuse a relajarme una hora larga en la bañera, con el agua casi hirviendo y el cuerpo sumergido hasta la barbilla.
Emergí del baño y me entregué a un afeitado concienzudo, con abundante riego de after shave. Limpio y perfumado, con el vestuario completamente renovado y una bolsa bien nutrida, me recorrió la piel una corriente de euforia y satisfacción, ¡me veía capaz de comerme el mundo a bocados! Salí del hotel en el preciso instante en que aterrizaba en su portal la dotación de un coche zeta. Los policías se cruzaron conmigo en la puerta pero no me prestaron aten-ción, todo su interés se centraba en la conserjería, a la que se dirigieron precipitada-mente. Alcancé a oírles mencionar un nombre: Bermudo Corto, precisamente el titular de la última visa que figuraba en mi poder.
Debían de haber hecho un seguimiento sistemático de mis andanzas. Seguramente no les habría costado mucho esfuerzo reconstruir mis movimientos a partir de la hue-llas impresas en los circuitos informáticos de las entidades bancarias, cuyos datos obrarían en el expediente de denuncia correspondiente.
La cosa había ido un poco por los pelos pero me había librado. Resolví deshacerme de pruebas comprometedoras y sentencié a la tarjeta de Bermudo al mismo destino que habían seguido sus compañeras, la desaparición en el anonimato de una papelera pública.
A partir de ese momento me consagré con dedicación a la tarea de poner en cir-culación una sana partida de moneda tradicional. Dinero auténtico, sólidos billetes que pueden sentirse en la mano, con su valor exacto escrito en el papel. Disponía de un buen manojo de aquellos cheques al portador expedidos por el Banco de España, unos talones que gozan de universal aceptación y cuyo uso no implica el registro de la operación realizada.
Ahora podía continuar con el derroche sin temor a ser localizado. En ningún archivo figurarían anotados mis pagos sucesivos. Seguiría dándome la gran vida hasta dejar exhausto el monedero.
Ante mí se abría una noche cargada de expectativas. Un crucero de desembolsos al que pensaba entregarme con entusiasmo, en la seguridad de que, en mis actividades futuras, no dejaría rastro alguno que perseguir. Yo las hartaba de copas y les explicaba mi añoranza de compañía femenina. Era una sensación de vacío que se manifestaba de forma premonitoria, anunciando una larga temporada, inminente, en la que tendría que renunciar al contacto con las mujeres.
Lo que es esa noche, había intentado saciarme de hembra. Les entré a todas las titis que se pusieron a mi alcance. Algunas se dejaban querer, encantadas de compartir conmigo unas rayas y fumarse unos cuantos flys a mi costa; tampoco ponían reparos a que las invitara a copas, pero, a la hora de la verdad, no querían establecer una rela-ción más intensa. Sólo de una de ellas accedí a que me concediera un alivio rápido en el servicio, entre esnifada y esnifada, un apaño urgente y realizado con un automatis-mo indiferente que me dejó absolutamente insatisfecho.
La cosa no rodaba a mi gusto y decidí perderme, con la excusa de acercarme a un ca-jero para renovar mis existencias pecuniarias, dejé a las chavalitas que continuaran con su guateque sin contar con mi apoyo monetario. Eran muy monas, sí, pero totalmente desprovistas de conversación, únicamente preocupadas de enganchar un buen pedo, demasiado satisfechas consigo mismas como para agradecer debidamente las aten-ciones que les prodigaba.
Hice la siguiente parada en un bingo. Me senté en una de las mesas y encargué diez cartones y una botella de champán, todo para impresionar a la empleada que atendía mi sector. Llevaba dos líneas cantadas para cuando conseguí informarme de su hora-rio de salida. ¡Demasiado tarde! Le entregué una sustanciosa propina y me despedí de ella. “Vuelve pronto’, me instó cuando salía, deslizando en mi mano su número de teléfono garabateado en una servilleta. Se llamaba Candela y era muy bonita, pero no disponía de tiempo suficiente para aguardar a que quedara libre.
Como último recurso me introduje en un topless. El anuncio era mentiroso. Había mucho mujerío en minifalda y con lencería a la vista, pero ninguna se paseaba con los pechos al aire; a lo sumo, dos o tres mozas dejaban vislumbrar sus tetas entre trans-parencias.
Ya había agasajado por turno a todas las chicas que estaban libres. Se acercaban, las convidaba a una copa y observaba el numerito que me dedicaban mientras daban cuenta de la consumición.
Finalmente me había quedado con dos. Una era mulata, de Venezuela o Santo Domingo, ese punto no me había quedado claro, y la otra, una emigrada de un país del Este, con unos rasgos entre nórdicos y orientales muy sugestivos. No eran quizás las más guapas pero sí las más divertidas.
Barbarella tenía un desparpajo absoluto y siempre estaba buscando pie para intro-ducir un chiste en la conversación, consiguiendo que las risas brotaran a cada cuatro palabras que soltábamos. Sonia era más filosófica.
-Tu sabes poco de mujeres.
-¡Geografía! Ambas tenían un excelente sentido del humor y yo pasaba dificultades para mante-nerme a la altura de su ingenio.
Insistían en que escogiera a una de ellas para llevarla al cuarto. Yo me mostraba reacio. En primer lugar no sabía por cuál decidirme, y tampoco tenía muy claro lo de encerrarme en una habitación. Acogí con más gusto la alternativa de un reservado.
-¿Puedo fumar porros dentro? La aseveración de que tendría entera licencia para hacer lo que me pareciese, termi-nó de convencerme.
Encargué tres botellas de espumoso y me encaminé, escoltado por mis dos ninfas, hasta el interior de una salita provista de amplios sofás y decorada con espejos. La pro-pia madame acudió a servirnos.
Me sorprendió en el mismo momento en que estaba trazando dos líneas, de igual longitud y grosor parecido, en la superficie de cristal de la mesita ante la que nos sen-tábamos. La jefa me dedicó una sonrisa y depositó cuidadosamente, en otra mesa cer-cana, unas botellas metidas en un cubo con hielo y acompañadas del juego de copas imprescindible. Contempló risueña cómo daba cuenta del primer reguero de polvo y se marchó deseándome lo mejor en todos los sentidos.
Barbarella resultó ser partidaria de una vida saludable, no probaba los estupefacien-tes. Sonia, por el contrario, era tan viciosa, al menos, como yo. Juntos nos dedicamos frenéticamente a colocarnos. Hacíamos carreras a ver quién terminaba antes su raya y nos turnábamos equitativamente en la confección de canutos. Barbarella jaleaba nuestro ascendente estado de excitación y se mantenía siempre a nuestro nivel, sin quedarse descolgada. Poseía una auténtica marcha natural cuyo sostenimiento no re-quería otra cosa que unos cuantos sorbos espaciados para refrescarse la garganta, no precisaba de estimulantes para ponerse a nuestra altura.
Fue el a quien propuso que l amásemos a una compatriota suya para animar la juerga.
-¡Verás qué guapa es! –me decía para persuadirme-, tiene un cuerpo precioso y una cara de cine.
Me vinieron a la mente fantasías lésbicas y otorgué de inmediato mi conformidad.
Salió un segundo y volvió al punto acompañada de una jovencísima criolla, con la piel de color canela y los ojos tan rasgados como los de una china. Me pareció bien plantada. Barbarella la miraba con tal arrobamiento que me vino a confirmar en mis sospechas de que era una intimidad muy estrecha la que las unía. Venía abastecida con su correspondiente botella y ansiosa de unirse al grupo.
En un principio me pareció sosa. No tenía el mundo de sus compañeras y su charla se limitaba a soltar bromas tontas y comentar programas de televisión. Pero, a fin de cuentas, me demostró que también podía ser interesante.
-¡Cantadme! No entendí, al pronto, a qué se refería. En cambio mis otras acompañantes en segui-da captaron por dónde iban los tiros.
Se pusieron a tararear la canción de la Pantera Rosa mientras la recién llegada nos ofrecía un strip-tease, con abundante lluvia de prendas que flotaban sobre mi cabeza y un final apoteósico, dejándose caer sobre mis rodillas y apoyando sus redondas nal-gas contra mi entrepierna.
Ese fue el inicio del despelote general. Entablamos una fiera batalla a ver quién desvestía antes a los demás. Pude considerarme el vencedor, mis contendientes que-daron completamente desnudas y yo logré preservar mis gayumbos, al menos por el momento.
El ambiente en el local debía de estar bajando y cada vez entraban más chavalas desocupadas a unirse al jolgorio. Hasta la misma dueña vino a juntarse. Me comunicó que había cerrado el establecimiento al público pero que, con respecto a mí, estaba dispuesta a hacer una excepción. Ofrecí una ronda general para demostrarle mi agra-decimiento y, de paso, alardear de mi abundante provisión de fondos.
Al rato aquello era una orgía desatada, una cama redonda extendida por toda la es-tancia, con una docena de tías en cueros besándome indiscriminadamente, acaricián-dome por todas partes, inventando juegos eróticos y correteando por los rincones. Cinco se aplicaban directamente a mi cuerpo y las demás esperaban su turno conso-lándose mutuamente. Daban la impresión, incluso, de estar más excitadas que yo.
Al poco mi cerebro comenzó a ofuscarse y sólo conservó en la memoria una imagen aislada de mi mismo sosteniendo en cada brazo a una cortesana desnuda, y mi desper-tar, ya de amanecida, con la cabeza apoyada en el regazo de la patrona.
Resultaba desconcertante que yo mismo, por mi propio pie, acudiera a entregarme. Habría tenido más lógica si caminara entre dos guardias, arrastrado por ellos hacia mi destino. No podía quejarme, me trataban como a un ser humano responsable: a tal hora, de un día determinado, en el sitio preciso. Todo muy razonable de no ser porque el día era hoy; la hora, las nueve de la mañana, y el lugar de presentación, un centro penitenciario.
Me asombraba del poder que tienen los escritos emanados de la justicia: “Caso de no personarse, quedará incurso en el procedimiento previsto en el artículo.’, y el aperci-bimiento de que se me consideraría prófugo y se instaría mi persecución por parte de las fuerzas de seguridad.
Seguía pasmado de mi resignación. No comprendía cómo podía continuar andando en aquella dirección sabiendo lo que me esperaba. Para más inri, el camino formaba una pendiente empinada, así que resollaba y todo en mi esfuerzo por llegar puntual a que me encerraran. Hacía tiempo que había descartado la idea de una fuga. De pobre no se puede estar huido mucho tiempo, siempre terminan por ligarte y, entonces, te hacen comerte el marrón doble por el aplazamiento.
No hay forma de eludir lo inevitable, me repetía machaconamente para mis aden-tros, e intentaba forzar a mis piernas a avanzar. Todas las células de mi ser clamaban por la libertad y a mi imaginación se presentaban visiones de una vida robinsoniana en lo más recóndito del monte.
Estaba recreándome en un arroyuelo que discurría por entre los árboles de un va-llecito de montaña, cuando me di cuenta de que había llegado a la puerta. ¡Era tarde para volverse atrás! En la oficina de recepción se respiraba una atmósfera de cachondeo. Los funciona-rios me acogieron con una actitud ambivalente, mezcla de severidad y divertimento. Desarrollaban sus quehaceres entre admoniciones tajantes y comentarios satíricos.
Comprobaron todos los datos y me sometieron a un cacheo estricto. Según revisa-ban mis ropas iban apareciendo objetos variopintos que provocaban la hilaridad de los presentes.
-Bolsillo izquierdo del pantalón: un billetero con ocho mil pesetas y un par de con-dones. En el derecho, tres mil quinientas pesetas en metálico, tres pañuelos de papel y otro de hilo, sucios todos, y unas braguitas de encaje, ya estrenadas.
De la chupa extrajeron dos sostenes y tres pares de medias, una copa de cristal, dos mil duros en diferentes monedas y restos de comida y desperdicios varios.
Acabada la inspección, efectuaron un rápido cómputo del dinero.
-21.00 en total –comprobó el que parecía estar al frente del departamento-, ¡éste aún entra con un pequeño capital! Luego se volvió hacia mí.
-¿Has atracado a alguien? -He estado de pesca –respondí.
-¿No hay veda? -Ahora empieza.
Por fin me devolvieron la ropa, dejaron que me vistiera y me hicieron firmar un documento de conformidad. Tras permitirse unas últimas alusiones irónicas sobre el carácter de las actividades a que me había dedicado en los últimos días, dieron por despachado el trámite y me remitieron al escalón siguiente del proceso de admisión: entrevista con el psicólogo para asignación de módulo de destino.
No había parado de hablar desde que lo conocí. Me lo habían presentado aquella misma mañana: “Baltasar, un tío legal del Dueso’, era todo lo que sabía de él. Era amigo de Sindo y ésa era la causa de que formase parte de la expedición.
Recorríamos el monte recolectando setas para vendérselas a un mayorista. Escogíamos boletos, níscalos y perrachicas; las especies más fáciles de reconocer y, de postre, las mejor pagadas. Nos distribuíamos por parejas y a mí me había tocado el tal Baltasar por compañero.
-No es la primera vez que vengo por esta región –comentó tras un insólito silencio que había durado casi dos minutos enteros-, de niño pasé unas navidades en Monterroso. Eso está cerca de aquí, ¿no? -Como a quince kilómetros –respondí escuetamente, intentando evitar que cogiera pie para largarme otro discurso.
Intento vano. Este Tasar no era hombre que se desanimara por encontrarse con un público frío, hasta creo que podía pasarse tranquilamente sin auditorio y que bastaba el simple sonido del metal de su voz repercutiendo en sus oídos para llenarle de satis-facción, hubiera o no quien le escuchara.
Sospeché en un principio si no se habría tomada un tarro completo de minilib en el desayuno, pero pronto advertí que la verborrea le surgía de forma espontánea, sin necesidad de aportes anfetamínicos, era un charlatán nato, incapaz de permanecer callado a menos que tuviera la cabeza sumergida en el agua, ¡y aun así! Tal vez fuera la falta de costumbre de oír a alguien expresarse en correcto castellano pero lo cierto es que encontraba muy afectado su lenguaje. Apenas sí echaba mano de la jerga habitual e introducía palabras que, aunque adecuadas, producían un extraño efecto al escucharlas en el contexto de una conversación informal. No sabía si conside-rarle un pedante o atribuir esa peculiaridad de su estilo a su origen montañés, puede que en su tierra hablaran todos así.
Habíamos hecho una pausa en la faena, recostándonos a la sombra de unos casta-ños. Era evidente que mi compañero no iba a desaprovechar una ocasión tan propicia. Apoyé la cabeza en el tronco del árbol y cerré los ojos, rendido ante lo inevitable.
Se tomó un tiempo de reflexión para terminar de perfilar su parlamento y, en se-guida, arrancó implacable. Dispuesto a castigarme con otro capítulo de su particular biografía: -Mi progenitor llevaba aquel año una barraca de feria, un pequeño tiro al blanco del que era el encargado. Nos desplazábamos de fiesta en fiesta con un remolque, y dor- míamos, indistintamente, en el vehículo o en el mismo puesto. La temporada no iba bien y mi padre era un vago, que utilizaba a mi hermanastro para poder correrse sus juergas mientras lo dejaba a cargo del negocio. También le encargaba de mi custodia.
Para Reyes estábamos más que hartos. El viejo se había largado con la recaudación y nos había dejado a verlas venir. Sin dinero y con poco tiempo libre, no era de extrañar que ofreciéramos un semblante sombrío, imagen que no nos favorecía en la labor de llenar la caja. ¡Para colmo, era el día de mi cumpleaños! Estábamos instalados en el malecón del río, en una explanada al final del paseo. Corría un aire helado y apenas sí se aproximaba, muy de vez en cuando, algún bo-rracho solitario con ganas de probar puntería. Nada de chiquillería ni de parejas de novios, el frío había espantado a la posible clientela. Las órdenes habían sido termi-nantes: ¡a las doce y media, recoger! Aún no eran las cinco de la tarde y teníamos por delante más de siete horas de guardia. Nos habíamos quedado otra vez solos en el chiringuito. Melchor revisaba las cara-binas y reponía palillos y bolas en los estantes. Yo repasaba con los ojos la colección de artículos que obsequiábamos como trofeo y no conseguía encontrar (entre todas aquellas botellitas de licor, tabacos de distintas marcas, encendedores, puros, llaveros, corazones de trapo y muñecas vestidas con el uniforme legionario) más cosa apete-cible que el caramelo que entregábamos como premio por derribar una canica. Nada digno de ser considerado como un auténtico regalo.
-¿Los Reyes existen? –pregunté a Melchor, y añadí en seguida, sin darle tiempo a contestar-, yo creo que no.
Mi hermano me llevaba seis años y aquella cuestión hacía tiempo que había dejado de inquietarle. Era un chiquillo envejecido prematuramente por la carga de respon-sabilidades que padre le hacía asumir, y resabiado por el trato constante con el va-riopinto paisanaje al que tenía que atender. Conmigo se portaba regularmente bien, cuidando de mí en la medida de sus posibilidades. Pero no le gustaba que le incordiara con tonterías, se desentendió de mis inquietudes y prosiguió con la tarea de alinear las baratijas del expositor.
Yo manifestaba de forma cada vez más patente mi disgusto. Acosaba a preguntas a mi hermanastro y me interponía constantemente en su camino, entorpeciendo sus movimientos. Estaba, incluso, dispuesto a recurrir al lloriqueo, por más que, con mis cinco años cumplidos, me veía muy mayor para apelar a ese recurso. Pese a ello, esta-ba tan irritado que me hubiera puesto a llorar de todos modos de no ser por la llegada de un cliente. Un tipo gordo, de barba blanca, que se aplicaba a disparar balines en un rincón de la barra.
Tenía la bandeja a su lado repleta de municiones y se afanaba por conseguir uno de los productos estrella: un paquete de rubio americano clavado con seis palillos. Debía de llevar gastados más de cuarenta duros, de los de aquella época, y el tabaco todavía se mantenía en su posición, sostenido por un solo apoyo. Cargó la escopeta con el último de sus perdigones y apuntó cuidadosamente. Se oyó un chasquido de madera astillada pero la cajetilla no cayó.
-Rapaz, dame los cigarrillos.
-No puedo darle el chester –protestó mi hermano-, el balín sólo ha rozado el palo.
-¡El palillo está roto! –afirmó rotundo el barbudo-, sólo se mantiene unido por las hilachas. ¡El premio es mío! La discusión se fue poniendo cada vez más violenta. El hombre no estaba dispuesto a marcharse con las manos vacías y Melchor no era de los que cedían fácilmente cuan-do creía llevar la razón. Me ponía como testigo de la integridad del palillo. Tenía una pequeña muesca redondeada en su centro pero yo estaba de acuerdo en que aquello no podía considerarse suficiente acierto.
El tirador se volvía más impertinente a cada minuto que pasaba.
-Déjamelo ver de cerca –reclamó.
Con reticencia, mi hermano extrajo de la vitrina el paquete con el palillo aún engan-chado y lo mostró al reclamante.
Éste se apoderó por sorpresa de la cajetilla, agarró con sus dedos el trocito de ma-dera objeto de discordia y lo rompió en dos pedazos, que depositó desafiante sobre el mostrador.
-Lo que yo decía, ¡está roto! Inmediatamente se guardó el tabaco en el bolso y nos dio la espalda, echando a an-dar decididamente aunque sin prisas. Se alejó caminando tranquilamente, sin mostrar siquiera signos de percibir nuestra indignación.
Yo me había puesto a berrear y Melchor estaba lívido, con las manos aferradas ner-viosamente a la culata de una carabina y la boca abierta de par en par por el estupor.
Así estuvimos como diez minutos, yo soltando lagrimones e hipidos, y él con la mi-rada perdida y las piernas temblando.
-¡Ya es suficiente! –resopló mi hermano-. ¡Nos vamos! Recogió las pocas monedas que habíamos logrado reunir y bajó con brusquedad la persiana de cierre. Después echó el candado a la puerta y me agarró de la mano, arrastrándome camino del paseo. Yo jadeaba para seguir su ritmo y en el esfuerzo que tenía que realizar para mantenerme a su altura me iba olvidando de mis penas. Dejé de sollozar y me limpié los mocos con la manga del jersey.
Pronto nos vimos envueltos por el barullo de la multitud. Las aceras estaban ates-tadas de viandantes que paseaban o formaban corros alrededor de alguna atracción. Predominaban, principalmente, los matrimonios con hijos; montones de hijos, gran-des y pequeños, que correteaban por todas partes. Podía verlos pasar a mi lado con sus juguetes nuevos, la cara radiante de satisfacción y los ojos chispeantes, impelidos por una necesidad apremiante de estrenar sus regalos.
A mí me iba volviendo el mal humor.
-¿Vas a empezar otra vez con los pucheros? –me reprendió mi hermano-, tranquilo, ten un poco de paciencia, ya te conseguiré algo bueno.
-¡Una pistola!- sugerí automáticamente.
Como quiera que la cosa no iba para ahora mismo, gastamos el dinero en palomitas y nos sentamos en un banco a compartirlas. La bolsa se estaba acabando y yo empezaba a dudar de la promesa de Melchor. Éste no me hacía caso, ponía toda su atención en el ir y venir de los transeúntes, sin mirar en ningún momento en mi dirección. Hubiera puesto un gesto aún más enfurruñado de no haberme quedado distraído por el con-tinuo flujo de gente.
Noté un codazo en el hombro y me puse en pie para seguir a mi hermano, que se había puesto en movimiento.
Aparte de la peculiaridad de encontrarse solo, era un crío como todos los demás. Quizá con un punto aún mayor de exaltación que el que exhibían sus camaradas. Estaba totalmente chocho con su atuendo. Además de una trenka ceñida y unos pan-talones cortísimos de los que emergían unas piernas flacas, iba engalanado con un sombrero vaquero, una chapa de sheriff y una magnífica pistolera con dos revólveres. Extraía indistintamente sus armas con una u otra mano, disparando a todo lo que se ponía al alcance de su imaginación. Melchor se lo fue camelando suavemente, diri-giéndole pregunta tras pregunta, sin darle tiempo a pensar las respuestas.
-¿Cómo te llamas? ¡Qué sombrero tan bonito! ¿Quieres jugar con nosotros? El chaval era casi de mi edad, un poquito más bajo y mucho más aniñado, como criado entre mimos. Estaba demasiado aturdido para poder tomar una decisión. En su rostro se reflejaban todas las emociones que le iban dominando: temor, recelo, sospe-cha, y, superando todas sus prevenciones, una costumbre arraigada de confiar en sus semejantes, producto de una inocencia intacta, no traicionada todavía.
Sin haber dicho ni que sí ni que no, ya lo habíamos enredado en una historia: Él sería el comisario y nosotros los ladrones, luego tendría que atraparnos y nos batiríamos en duelo.
-Pero nosotros no tenemos pistola- hizo notar Melchor-, tú tienes dos, nos dejas una y ya podemos todos pegarnos tiros tan lindamente.
El infante no llegó a entregarnos el juguete. Mantenía los dos revólveres extendi-dos en paralelo ante sí, sin llegar a apretarlos con fuerza pero sin avenirse a soltarlos, como si los estuviera comparando. Mi hermano precipitó las cosas arrebatándole el que sostenía con la mano izquierda. Antes de darle tiempo a formular una queja ya nos estábamos alejando.
-Tú espéranos aquí –le dijimos como despedida-, ahora volvemos y te atacamos.
Echamos a correr sin más tapujos y en un tris nos pusimos fuera del alcance de su vista. Desde la distancia vigilé sus reacciones.
Se quedó parado con la mano vacía aún extendida, paralizado por la sorpresa. Para ser justos con su inteligencia, hay que decir que no tardó mucho en comprender que había sido víctima de un expolio. Dirigió sus miradas a todas partes, tratando de locali-zarnos entre la muchedumbre. Pero pronto perdió toda esperanza de volver a vernos, se le humedecieron los ojos y salió caminando recto, sin girar la vista a ningún lado ni prestar atención a cuanto le rodeaba, ajeno a todo lo que no fuera encaminarse direc-tamente a su casa a soltar el berrinche que estaba acumulando.
Me daba un poco de pena, por más que no había salido tan mal parado. Conservaba todavía una de sus pistolas, por no hablar del cinturón canana y el sombrero tejano. Seguía estando mejor equipado que yo, pero eso no me importaba, ¡había conseguido mi regalo! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Aproveché que detenía su charla para arrojarle bruscamente el cesto y dar por ter-minado el descanso.
Baltasar se incorporó dócilmente, recogiendo de la que se levantaba alguna de las setas que se habían deslizado del canasto durante el vuelo.
-Todavía hoy me acuerdo –comenzó a decir- de aquel revolver con el cañón platea-do.
-¡Y las cachas de nácar! –completé yo mismo la descripción.
-¿Cómo lo sabes? No irás a decirme.
-Lo único que digo –atajé cortante-, es que muevas el culo, que hay que aprovechar el día mientras haya sol.
Sin añadir más palabras me puse a escudriñar monte, él me seguía de cerca, siempre callado. En toda la jornada no volvió a abrir la boca y nunca más quiso formar equipo conmigo.
-¡Gaspar Raro Turbio! Tras tenerme media hora esperando ahora se empeñaban en tergiversar mi nombre y apellidos. Conjeturé, por la concordancia de sonidos, que era a mí a quien requerían, pero fue sólo mi buena voluntad para cooperar la que me impulsó a penetrar en el consultorio, pese a los reiterados errores enunciados por el altavoz.
Entré corrigiendo.
-Gustavo Malo Rubio es mi nombre.
-En el fichero figura tal y como lo he leído –se defendió el encargado de mi revisión mental-, en todas las hojas.
Encogí los hombros ostensiblemente ante la exhibición de papeles que extendía sobre la mesa, como prueba de la corrección de sus datos. Por último tuvo que aceptar la evidencia de que yo sabría mi propio nombre mejor que todos los burócratas que habían participado en la confección de mi expediente, ya fueran de la policía o perte-necientes al estamento judicial. Exhaló un suspiro de fastidio y procedió a repasar sus fichas, corrigiendo a bolígrafo, uno a uno, todos los fallos.
Después de todo, no era un psicólogo el que hacía la inspección. Un cartelito, coloca-do de forma bien visible en el frontal izquierdo de la mesa, informaba de la condición de licenciado en psiquiatría del sujeto que tenía enfrente. En la plaquita se reseñaban su nombre y profesión: Secundino Recóndito Espliego, psiquiatra.
En tanto Espliego continuaba enfrascado en hacer tachaduras y anotar enmiendas en los lugares indicados, yo intentaba averiguar a qué clase de personajillo me enfren-taba y cómo debía de ingeniármelas para conseguir de él algún beneficio. Su barbita negra, muy recortada, atraía mi curiosidad. Aquel adorno capilar se me antojaba significativo. Podía llevarlo para enmascarar alguna imperfección de sus fac-ciones o disfrazar un rostro de expresión vulgar. Así cavilando, llegué a la conclusión de que tanto el letrero como la barba eran signos de afirmación de una personalidad inmadura que procuraba, con estos apoyos, infundir un mínimo de respeto en las per-sonas objeto de su examen profesional. Di por supuesto que me encontraba ante un estudiante aplicado, que había conseguido ganarse la oposición al poco de terminar la carrera. Acabados los trajines con el papeleo, concentró en mí su atención.
Se interesaba, ante todo, por mi estado de ánimo.
Lo resumí en pocas palabras.
-Resacoso, deshecho físicamente, muerto de sueño y cansancio.
-¿Estás nervioso?, ¿deprimido? ¡A lo que se ve, había gente que entraba relajada y contenta en el talego! Lo cierto es que tenía el cuerpo tan hecho polvo que todo se me hacía indiferente.
-Aún no siento el mono –declaré.
-¿Estás enganchado? –Recóndito formulaba ahora las preguntas con más aplomo, como alguien que se siente seguro del terreno que pisa-, ¿qué tipo de drogas tomas? Le recité una lista de todas las que recordaba en aquel momento, sin olvidar mencio-nar el alcohol. No pareció muy impresionado y se limitó a apuntar el término politoxi-comanía como resumen de mi retahíla.
Percibí que no estaba llevando bien las cosas. Me sentía demasiado fatigado como para poder desarrollar una estrategia coherente. Traté de superar mi agotamiento e insistí cuanto pude para recabar del facultativo la administración de un tratamiento in-tensivo, en el que fuera necesaria la ingestión de frecuentes dosis de fármacos poten-tes. Un suministro constante de psicotrópicos podía venirme muy bien para arrastrar un colocón que me anestesiara durante mi estancia en el trullo, o para hacer mercado con las pastillas si me parecía conveniente.
Discutí un tiempo con él, tratando de que me proporcionara mi especialidad química favorita. En un momento dado, llegamos hasta a intercambiar gritos. Pero el médico se mantuvo inflexible.
-Te encuentro bastante calmado –resumió a modo de diagnóstico-, creo que puedes incorporarte, sin problemas, al régimen general.
Ensayé a elevar el tono de mis quejas, pero al toque de un timbre entraron dos vigi-lantes que me sacaron de allí a empujones.
Quedé muy decepcionado de la entrevista. ¡Ni unas aspirinas había sido capaz de conseguir para aliviar el tormento de mi cabeza! Me juntaron con otros cuatro recién llegados y nos dirigieron, escaleras arriba, hasta una galería cuyas ventanas daban sobre un amplio rectángulo rodeado de muros, de-dicado al esparcimiento de los reclusos.
Desde lo alto, aquello me recordaba el patio del colegio de mi primera infancia, donde los vigilantes hacían la función de monjas y los presos eran escolares que dis-frutaban del recreo. Me vino a la mente una imagen que tenía grabada: una multitud de críos uniformados con batas a rayas, blancas y azules, y un pequeñín destacando entre aquel revoltijo; un niño delgado y rubio que vestía un amplio y negrísimo man-dilón, cómo el blusón de un pintor del siglo XIX, con unas iniciales rojas bordadas en el pecho: G. M. R. Pensé en lo poco que había avanzado desde aquellos días. Casi volvía a encontrarme en el mismo lugar y circunstancia. Dudaba, incluso, que lo hubiera abandonado algu-na vez; me parecía que siempre había estado en el mismo sitio, desde que nací hasta el momento presente, y que todo lo que había andado desde entonces no era más que un rodeo que siempre terminaba por devolverme a la misma situación de la que había partido en un principio.
Mientras terminaban de rematar con los últimos requisitos de acceso, nos tuvieron diez minutos en exposición ante los penados. Desde abajo nos llegaba el clamor de un griterío confuso, mezcla de insultos y amenazas, salpicado con algún que otro piropo indecente capaz de hacer ruborizarse a un proxeneta.
No estaba mal como recibimiento pero ya los había tenido peores. Para recepción espectacular la que me dispensaron en Presidio, recién comenzada la mili, al incorpo-rarme a mi destino. Impresionaba contemplar desde el barco el puerto en la noche alumbrado con faroles, invadido por un fenomenal despliegue de soldados sucios y desaliñados, como vueltos de unas maniobras, que se desgañitaban emitiendo a coro un mismo mensaje intimidatorio: “¡Bichos, os vamos a comer, bichos.!” Así continua-mente, desde que iniciamos la maniobra de atraque hasta el momento de desembar-car.
Nos alinearon delante de la masa vociferante en la que, a escasa distancia, podía-mos distinguir las caras desencajadas y los gestos salvajes con los que nuestros futuros compañeros de armas acompañaban sus improperios. Semejaban una jauría desata-da.
Cuando aquello amenazaba con degenerar en abierta agresión física aparecieron unos camiones, nos montaron en ellos y nos sacaron de allí. A mí me trasladaron a un regimiento mixto de artillería emplazado en la parte alta de la ciudad. Nada más lle-gar volvió a mis oídos la cantinela injuriosa que había saludado mi entrada en África: “¡Bichos, bichos.!” Los artilleros permanecían encerrados en sus baterías, con centinelas armados cu-briendo las puertas de los barracones que daban al espacio de maniobras. Por detrás de los fusiles del retén asomaban energúmenos, malamente uniformados, que vomi-taban denuestos y juraban que iban a devorarnos en crudo.
Permanecimos un prolongado espacio de tiempo allí parados, aguantando un cha-parrón de berridos que nunca remitía, como el rumor de una tormenta a punto de estallar. Sólo las bayonetas se interponían entre nosotros y lo que se presagiaba como un exterminio inminente.
Tantas medidas de seguridad se revelaron finalmente como parte de una comedia organizada por los mandos, los cuales, tras adjudicar a cada componente del nuevo reemplazo a su unidad respectiva, desaparecieron del cuartel llevándose consigo al cuerpo de guardia. Ahí nos dejaron desamparados, inermes, a merced del arbitrio de los veteranos. Que cada uno se las apañara como pudiera, ¡el ejército es la guerra! Tampoco aquí había paz. El tratamiento era más individualizado que en las fuerzas armadas. A mí me tocó en suerte un gordo greñudo que gastaba mucha chulería para ser un tipo que no me llegaba ni a la nariz. A veces, cuanto más pequeños más peligro-sos, pero los grandes impresionan más.
Llevaba puesto un chándal azul pálido y ocultaba sus manos en el bolso central, lo que le confería el aspecto de una cangura con cría. Se adivinaba un objeto duro y afilado en el bulto de su ropa, a demasiada altura como para que se tratase de una muestra de excitación sexual.
Cometí el error de facilitarle mi nombre completo.
-¿Gustavo como el de la tele? Para ese comentario no había contestación posible, tampoco él la esperaba. -¡Regálame tu cazadora, Rana! –exigió con insolencia.
-¿Me has tomado por un Rey Mago? -¿No me la quieres dar? –preguntó al tiempo que tiraba amenazadoramente del codo derecho hacia fuera.
Detuve su movimiento con un fuerte puñetazo entre hombro y pecho que lo derribó por tierra. Una patada en el estómago bastó para que terminara de soltar el cuchillo rudimentario que empuñaba en su diestra.
Agarré el pincho y lo hinqué con fuerza en un poste cercano. Lo hundí hasta el fon-do, apenas sí podía cogerse con dos dedos la parte de empuñadura que sobresalía de la madera.
Me quité la chupa y la extendí sobre su cuerpo caído.
-Te viene grande. Cuando crezcas, vuelve a buscarla.
Por si mis palabras no eran lo suficientemente claras, remaché mi argumentación con un contundente puntapié propinado en su grupa, que había comenzado a levantar.
Lo dejé tendido en el suelo y me puse a pasear entre el personal, tratando de calibrar sus reacciones. En conjunto eran satisfactorias: la gente seria me miraba con consi-deración y los mentecatos se mantenían a distancia. Busqué un rincón soleado y me senté a dormir la mona.
Poco me duró el sueño. Cuatro ceñudos carceleros me comunicaron que habían seguido mis actividades a través de las cámaras de vigilancia, y que me había ganado, nada más llegar, una semana de aislamiento, aparte de perder el primer permiso que me correspondiera por derecho.
Dentro de lo malo, aún había una buena noticia: ¡también en la cárcel conceden vacaciones! Algún número tenía que marcar. Sólo tuve tiempo de identificarme.
-¡A esta casa no vuelvas a llamar! –tronó el teléfono-, ¡bastante daño has hecho ya a nuestro nombre! Cualquiera diría que me había convertido en un político corrupto.
Mi viejo colgó bruscamente el aparato. Había perdido la única comunicación a la que tenía derecho en toda la semana.
En mi familia tenían vientos de hidalguía. Se fabricaban escudos e investigaban ge-nealogías. Yo no dudaba de que la estirpe de los Malos se remontara hasta antes de los tiempos de Adán. También estaba dispuesto a creer que nunca un Malo hubiera in-gresado en prisión, pero de lo que estaba seguro es de que más de un Rubio ha tenido que remar en galeras.
Sea como fuere, podía olvidarme de los parientes, al menos de los más cercanos.
Ahora lamentaba no haberme colocado en una obra. En la empresa privada son menos mirados con según qué cosas y aún podían haberme quedado esperanzas de recuperar mi puesto al salir. La Administración está casada con el César y no admite ni la sombra de una sospecha sobre el último de sus empleados.
Reo de culpa, en mi condición de interino, debía considerar más que improbable una renovación de contrato. Rotos los lazos sanguíneos y sin trabajo, tendría que vender mi auto para subsistir y seguramente el banco embargaría cualquier bien que me restara para cubrir el crédito que, en mala hora, se me había ocurrido suscribir.
La condena que me habían impuesto llevaba muchas penas implícitas aparejadas.
No tenía ningún vínculo sentimental y acababa de romper con mi propia sangre. No contaba para nadie.
Lo cierto es que no tenía cuerda alguna a la que agarrarme, a cambio, tampoco me ligaba ninguna atadura.
Miré al ventanuco con sus barrotes y me percaté de cuantas trabas me había liberado la sentencia del juez. Desligado del pasado, me encontré, por un instante, más ligero que nunca. En medio de todo, ¡me sentía muy libre en aquel encierro! Con la gente y los lugares siempre se me cumple una norma: unas veces me tratan bien y otras mal, alternativamente. Por eso quería volver a Pereiro. Después del desas-tre que supuso mi última estancia en el pueblo, a éste le correspondía, si no fallaba la regla, compensarme de alguna manera.
No las tenía todas conmigo, pero Sindo estaba empeñado en que lo acompañase y su insistencia acabó por imponerse sobre mis reservas. Como él decía: “¿qué otra alter-nativa tienes?” Como no fuera quedarme en el trullo.
En el autobús hice un esfuerzo para desechar mis aprensiones. Gumer se sentaba a mi lado y no paraba de hablar, excitado como estaba ante la perspectiva de un fin de semana de libertad. Poco a poco conseguí conducir sus comentarios al terreno que me interesaba: cómo se había desarrollado mi anterior visita.
Gumersindo se mostraba muy inconcreto a la hora de describir los desvaríos de mi primer permiso.
Continuamente estaba sacando nombres a relucir, mencionado gentes con las que había tenido contacto durante mi licencia. A la mitad de los citados casi ni los recono-cía y a los pocos que era capaz de identificar con nitidez tampoco podía ubicarlos en un recuerdo tan cercano; estaba convencido de no haber coincidido con ellos desde hacía mucho, mucho tiempo. Desde que me entalegaron por lo menos.
Lo que sí quedó claro es que, por aquellos días, yo andaba de muy mal humor. De eso sí me acordaba.
¡Cómo para no estar de mala hostia, teniendo que dormir en la casucha del puente, casi a la intemperie y sin un duro que llevarme al bolso! Tampoco mis paisanos me ayu-daban. Me miraban de un modo extraño, como calculando cuánto podría yo valer a precio de carne. Los vecinos se habían dividido en dos bandos: unos no me saludaban y otros se contenían para no insultarme. ¡Mala era la impresión que me ofrecía Pereiro en el momento en que volvía a pisar sus calles, tras nueve meses de reclusión! Durante dos días estuve dejando crecer mi malestar hasta transformarlo en abier-ta exasperación. Al tercero me colé en una bodega aislada y sustraje unos litros de aguardiente. Me pasé toda la tarde y noche dando cuenta de las botellas. Para cuando terminé de beber el último trago, mi enojo había desaparecido, reemplazado por un cebollón etílico que me impulsaba a la acción. Abrí las ventanas y contemplé la luz diurna diluyendo el resplandor de los faroles.
-Y ya no sé más.
-¡No puedes haberte olvidado de todo! –protestó Sindo-. Las montaste muy gordas, y una detrás de otra.
Viendo que no me daba por enterado, Gumersindo desgranó en detalle alguna de las varias atrocidades que había cometido.
-¿Lo que le hiciste al billar de Gundino?, ¿el flipper que astillaste en Kasamaru? –se-guía sin saber de qué me estaba hablando-, ¿no recuerdas, siquiera, el follón que orga-nizaste con aquellas estudiantes, cuando te apoderaste de sus lápices y cuadernos y te pusiste a rotular anuncios como un poseso? Aquello me sonaba más. Una idea me rondaba, imprecisa, por la cabeza. Un atisbo difuso de un ajetreo continuo y de una obsesión febril que me empujaba a colocar letreros en todos los sitios posibles, como si estuviera metido en una campaña electo-ral.
Y, durante un segundo, me recordé en la plaza; cuando, a última hora, decidí colocar-le un cartel a Benigno.
Gumer me refería la escena tal y como se la habían contado: “Te dio las buenas noches y lo mandaste a la mierda. Benigno se quejó: -Hay que ver cómo vienes, Tavo.
-¡Vengo cómo me da la gana! –Replicaste.
-¿Qué pasa contigo, pues? –terció Donato, que era el único parroquiano presente.
-¡Pasa que estoy harto de celebraciones! –respondiste acaloradamente-. Que si el día de la patria chica, que si la fiesta del patrón. Ahora jornada de afirmación sexual y mañana exaltación del fervor mariano.
Sin más prolegómenos desdoblaste el papel que portabas bajo la axila y lo colocaste, bien visible, sobre la máquina tragaperras.
Señalaste unas letras grandes que coronaban el pliego: ¡DÍA DEL ORGULLO MÍO! Al pie de la leyenda se descubría tu firma, garabateada con descuido.
Entre tanto, Benigno te había servido un cubata cargado, para intentar distraerte y conseguir que te calmaras.
También Donato quiso colaborar en tu apaciguamiento y probó de darte conversa-ción.
-¿Por qué esta fecha precisamente? -¡Porque me sale a mí de los cojones! –contestaste al tiempo que lanzabas el vaso con su contenido en dirección a las narices del curioso. Donato se agachó justo a tiem-po y esquivó el proyectil, que fue a impactar con estrépito contra la pared.
Acto seguido te encaramaste a la barra, llena aún de servicios por recoger. Te pusiste de pie sobre el mármol y empezaste a barrer a patadas su superficie.
Llovieron tazas y vasos por todo el local. Te ensañaste después con las bandejas me-tálicas, proyectándolas con violencia contra las esquinas y provocando un fenomenal estruendo. Armaste un escándalo formidable, rompiendo con rabia la vajilla y regando el suelo de cristales rotos.” Gumersindo abría expresivamente los brazos, negándose a creer que hubiera podi-do olvidar tamaño desenfreno.
Hasta entonces había escuchado sus explicaciones sin sentirme concernido, como si me hablara de los delirios de un desconocido. Pero aquella alusión a los cristales des-trozados tuvo el efecto de provocarme un acceso de memoria.
Me vi, de nuevo, subido al mostrador, con los zapatos medio cubiertos por cascotes de vidrio y loza. Volví a sentir el pesado brazo de Benigno que me tiraba abajo de la barra. Recordé con claridad la presión en mi hombro mientras me empujaban hacia la salida y el tremendo empellón que me puso en un vuelo fuera del establecimiento. Y casi creí escuchar nuevamente las últimas palabras que me dirigieron: -¡No te denunciamos porque ya estás en la cárcel! Sin reparar en los penosos esfuerzos que yo hacía por incorporarme, Benigno cerró el bar de un portazo. A mis oídos llegó, claramente, el sonido del cerrojo al ser corrido hasta el fondo.
Por un momento pensé en liarme a zapatazos con la puerta, pero un rayo de sol me golpeó en los ojos y contuvo mi impulso. Me palpé el cuerpo para asegurarme de que no había recibido daño y me marché sin formar más alboroto.
Veinticuatro horas habían transcurrido y se podía dar por terminado el festejo. ¡El amanecer marcaba el final del día del orgullo mío! Apenas llegado me forzaron a subir al coche. “A la costa, a la costa”, urgían, y no me dejaron tiempo ni de tomar un café.
Torino estaba al volante y nos metía prisa: “a las siete hemos quedado”. Cuatro horas para llegar al mar, íbamos sobrados de tiempo para cubrir esa distancia. No veía la ra-zón para tanto apuro pero estaba sin fuerzas para protestar. Me acomodé en el asiento trasero del Land Rover y cerré los ojos, en menos de cinco minutos había reconciliado el sueño.
Me desperté cien kilómetros más adelante, en pleno intercambio de impresiones.
-Tiene que estar todo liquidado en menos de una hora, cuarenta y cinco minutos deberían de ser suficientes. Agucé el oído, deseoso de prestar atención a cuanto me rodeaba. Por lo visto, en el último momento, Celestino se había desentendido de la movida; en su lugar nos había encasquetado a Fernando, su cuñado, que se sentaba en el asiento contiguo al mío. Delante, Vitorino guiaba el vehículo y Sindo ocupaba la plaza del copiloto.
Como seguía sin saber en qué clase de lío me había metido, intentaba hacerme una composición de lugar a partir de deducciones indirectas. La personalidad de mis acompañantes, gente tranquila, con poca propensión a conducirse con brutalidad, y la ausencia de armas distintas de la habitual navajita de Fer y la cachiporra que Vito siempre cargaba en el tequi en prevención de posibles disputas, me tranquilizaron en un aspecto: fuera lo que fuese lo que estábamos a punto de hacer, no sería de carácter violento.
Ferna, que aparte de ser el más joven del grupo era también el más bocazas, asedia-ba a preguntas a Torino, que parecía el más informado. Por una vez no me desagradó oír la incesante cháchara de Nando, su insistencia en darle mil vueltas a las cosas me venía muy bien para enterarme del motivo de la excursión sin tener que poner en evi-dencia mi ignorancia. No quería que creyesen que yo era de esa clase de tipos que se comprometen a algo movidos sólo por la excitación del momento, de los que olvidan al día siguiente todo cuanto prometieron en estado de ebriedad. Verdaderamente ése era mi caso, pero prefería disimularlo para no perder puntos en el concepto de los de-más, que me tenían por persona seria.
Por lo que estaba escuchando, resultaba que, en este país, un peón sin cualificar po-día ganar un porrón de dinero, equivalente a la paga de medio año, en sólo una hora de trabajo, viaje aparte.
-Se trata, entonces –recapitulo Fernando-, de colocar una grúa y subir unos cuantos paquetes de la playa hasta lo alto del acantilado en el menor tiempo posible.
-¡Bastantes paquetes! –observó Vito-, cosa de media tonelada según Simbad.
-¿Qué clase de mercancía será? –preguntó Nando con ansiedad.
-Por lo que nos pagan, yo diría que no es tabaco -conjeturó Gumer entrando en la conversación.
-¿Cuánto nos vamos a llevar exactamente? –por el tono se notaba que Fer pregunta-ba más por el gusto de escuchar la respuesta que porque tuviera auténtica necesidad de informarse.
-¡Un kilo para cada uno! -contestó Torino con impaciencia-, ya te lo he repetido más de cien veces.
-¿De cocaína? –intervine.
-No, en dinero –me explicó Sindo-. Un millón de pelas por cabeza; está bastante bien pagado, pienso yo.
Sí, bueno, en farlopa aún supondría mayor capital, pero de todos modos no era una cantidad para despreciar. Con un millón saldría de un montón de apuros, podría can-celar el préstamo bancario y todavía me quedaría pasta para darme alguna que otra alegría consumista.
Por fin me habían quedado las cosas claras. Se trataba de un asunto de contrabando en el que, en un solo día, podía sacar lo suficiente como para arreglarme el año. En con-junto no estaba descontento conmigo mismo. Puede que luego perdiera la memoria pero, incluso en pleno colocón, aún sabía lo que me hacía y no entregaba mi consen-timiento a empresas disparatadas.
Estaba metido, a fin de cuentas, en un negocio razonable: mucha guita por poco trabajo. Claro que había riesgo, pero era precisamente el alto plus de peligrosidad el que hacía atractivo el sueldo.
Me hallaba demasiado agotado como para que me molestaran los nervios. Eché cuentas de que nos quedaban cuando menos dos horas de viaje y decidí aprovechar-las para reponer un poco las fuerzas, a fin de que el cuerpo estuviera preparado para realizar el esfuerzo físico necesario para cargar el alijo. Fue solamente cosa de bostezar, reclinar la cabeza y volverme a dormir.
De guardia en el cuartel por la mañana y de vigilancia en los caminos por la tarde, la jornada laboral de un guardia civil de pueblo es siempre así de intensa. El servicio en el Cuerpo tiene más de sacerdocio que de empleo. Hay que entregarse por entero a la Institución, a cualquier hora del día o de la noche. Mientras repasaba con la mirada las leyendas que adornaban las paredes del cuarto de recepción, Quero, el cabo de ser-vicio, maldecía la mala suerte que le había encadenado aquella mañana a la máquina de escribir. Quero tenía demasiados trienios acumulados como para pudrirse en un trabajo burocrático. Normalmente conseguía eludir la oficina: patrulla por la mañana, patrulla de tarde y hasta la ronda nocturna si es necesario. ¡Cuanto menos tiempo en-cerrado en el puesto, mejor que mejor! En este día se la habían metido doblada.
-Estamos faltos de elementos –le explicó el sargento-; la orden viene de arriba, qué-jate al teniente.
-¡Todo por la patria! Me conformaré.
Más mal que bien había conseguido sacar adelante la tarea, con torpeza y lentitud debido a la falta de costumbre, pero entre una cosa y otra se le había ido la mañana y estaba a punto de completar su turno. Sólo le restaba transcribir el informe de la pareja que volvía de hacer un reconocimiento. “Prácticamente sin novedad”.
Quero alzó la vista de las teclas y se quedó con la mirada fija en el agente que trans-mitía el parte.
-¿Con novedad o sin ella? –inquirió tajante.
-Oímos algo en el puerto.
El cabo procedió a traducir al lenguaje castrense las confusas declaraciones de los dos guardias: “buzo informa de la presencia de bultos sospechosos en una cueva de la cala de La Salve”.
Estamparon los números sus firmas al pie del escrito y abandonaron la estancia, ya sólo faltaba meter todos esos papeles en un sobre y entregárselos al suboficial al man-do, después podría irse a comer.
El sargento acogió a Quero con aprensión. Lo sabía enojado y temía que empezase a refunfuñar. Permanecía a la expectativa mientras revisaba apresuradamente los folios que componían el parte. No estaba seguro de la actitud que convenía asumir con res-pecto a su subordinado.
Sus ojos apuntaron un momento por encima de la cabeza del cabo, a la altura de uno de los letreros destinados a elevar la moral de la tropa. El cartel reproducía, en letra gótica, una frase de Maquiavelo que venía a decir, poco más o menos: “Hazte temer”.
Parecía una buena política.
-Remite esto al comandante de zona –ordenó.
-¿Yo?, pero si ya he acabado.
Atajó con energía las protestas de Quero.
-Retírese, cabo.
Con un “a sus órdenes” mascullado y un ligero canturreo rezongón se despidió Quero del despacho de su superior. No encontró a quien endilgar el recado, todos estaban ocupados o ausentes. Finalmente no tuvo más remedio que hacerse cargo él mismo, cogió su vehículo particular y se dirigió a entregarlo, de propia mano, en la coman-dancia de zona. Por el camino cantaba insistentemente la misma copla: “arrieritos so-mos.”.
¡Ya encontraría la forma de desquitarse, alguien tendría que pagar por lo de esta mañanita! De pie ante un mapa del concejo, de espaldas a la mesa atestada de papeles, el teniente Fajina se abstraía en meditaciones teóricas, como una forma de aplazar un rato la ejecución de la tarea pendiente. También era una excusa para prolongar lo más posible el tiempo dedicado a la digestión Fajina había comido bien, con buen vino y buena charla. Se sentía satisfecho de su comportamiento en la mesa. Le había cerrado bien la boca al forense. Se creía éste más que nadie por su título de medicina y siempre establecía odiosas comparaciones con los oficios de los demás, comparaciones en las que el doctor siempre se encontraba fa-vorecido. “¿Eres tú más que yo?”, preguntaba a todo el mundo, y siempre se contestaba él mismo que nadie le superaba.
Tuvo que explicarle las atribuciones que conllevaba el cargo que ejercía dentro de la Guardia Civil. Recorrió el plano con la mirada y corroboró lo acertado de los argumen-tos que había expuesto durante la sobremesa.
-Basta dar un vistazo al mapa para darse cuenta –musitó para sí mismo-. Puestos dispersos, como fortines intercalados en el territorio a controlar, de los que salen pa-trullas y destacamentos a pasear nuestra bandera. Con nuestros vehículos y sistemas de comunicación estamos en todas partes y podemos cubrir cualquier contingencia.
Se separó de la pared y asomó la nariz por la ventana.
-¡Cincuenta años y teniente! –exclamó de pronto-. Sí. pero de la Benemérita, lo que equivale, cuando menos, al grado de un coronel de caballería. No hay más que medir los kilómetros que tenemos que vigilar y multiplicarlos por las dificultades orográficas y la densidad de población.
El humo del puro giraba en el aire al ritmo marcado por su mano agitada.
-¡A ver si esta misión puede desempeñarla un oficial inferior! Me quedo corto con lo de coronel, casi realizo funciones propias de un general de brigada.
-¿Da su permiso, mi teniente? La irrupción del escribiente retrajo a Fajina a su personalidad práctica.
-¿Algo que señalar? –preguntó al tiempo que recogía la carpeta con los partes.
-Una nota del cuartelillo de Cala Bozo –indicó el suboficial-, la encontrará en primer lugar.
Fajina repasó rápidamente el papel.

Source: http://www.xn--maden-2sa.es/descargas/polvorosa.pdf

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was conducted subsequently and there was widespread belief that adequate amounts of arginine could besynthesized in the body which undoubtedly delayed further research. In the 1930's research showed thatarginine deprivation decreased the rate of growth and/or lead to severe metabolic disorders and evendeath. In the last forty years numerous studies have emphasized the diverse range of argi

Case number

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